Época: Aragón Baja Edad Media
Inicio: Año 1387
Fin: Año 1412

Antecedente:
La crisis y el cambio de dinastía

(C) Josep M. Salrach



Comentario

El heredero de la Corona, y único hijo superviviente de los que había tenido Martín el Humano, moría sin descendencia legítima que pudiera sucederle, por lo que su padre, constituido en heredero de su propio hijo, incorporó Sicilia a su soberanía. De hecho, Martín el Joven dejaba un hijo ilegítimo, Federico, que el rey de Aragón acogió en su corte pero no se atrevió a legitimar de inmediato, para no contravenir las costumbres sucesorias imperantes. Entonces, buscando la necesaria descendencia, el rey Martín, de cincuenta y un años, y viudo de María de Luna; contrajo segundas nupcias con Margarita de Prades (1409), una joven de veintiún años, que no le habría de dar el hijo esperado. Los pretendientes a la Corona, sobre todo Luis de Calabria (nieto por línea femenina de Juan I), de la Casa de Anjou, y Jaime de Urgel (biznieto por línea masculina de Alfonso el Benigno) empezaron entonces a mostrar sus aspiraciones, pero Martín el Humano no dio ningún paso decisivo, sin duda porque quería ganar tiempo para encumbrar gradualmente a su nieto, el bastardo Federico, operación que nunca contó con el respaldo de las Cortes y los gobiernos de las ciudades. En estas circunstancias se produjo la enfermedad y muerte del rey que, al parecer, en la agonía alcanzó a responder afirmativamente a la pregunta de si quería que la sucesión recayese en justicia a quien debía corresponder.
Al morir el rey (31 de mayo de 1410), los únicos candidatos aparentemente con posibilidades, es decir, con partidarios en todos los reinos de la Corona, eran Luis de Calabria y Jaime de Urgel. En Valencia y Aragón, las hostilidades de la época de Martín el Humano se convirtieron entonces en facciones que dieron su apoyo a uno u otro candidato, pero sus rivalidades impidieron la convocatoria de parlamentos unitarios. No así en Cataluña, donde un Parlamento único pudo recibir a los embajadores de los mencionados candidatos y de dos nuevos pretendientes, Alfonso de Gandía (nieto, por línea masculina, de Jaime II) y Fernando de Antequera (nieto, por línea femenina, de Pedro el Ceremonioso), cuyas posibilidades parecían remotas.

De momento, Fernando de Antequera, que era regente de Castilla y poseía una inmensa fortuna familiar, no jugó a fondo sus bazas, simplemente se aproximó a las facciones antiurgelistas de Aragón y Valencia, y estableció fuerzas en las fronteras. Entretanto las pasiones se exacerbaban en la Corona, particularmente en Aragón, donde el urgelista Antón de Luna asesinó al arzobispo de Zaragoza, García Fernández de Heredia, paladín de la causa de Luis de Calabria (1411). Fue un grave error de los urgelistas, puesto que sus oponentes, al no recibir ayuda militar de Luis de Calabria (tendría que haber llegado de Nápoles y Provenza), y temiendo lo peor, dieron su apoyo a Fernando de Antequera, que les ofrecía la protección de las lanzas castellanas. Desde entonces, el regente de Castilla puso abiertamente en juego sus posibilidades (económicas y militares) y habilidades (diplomáticas), que le permitieron ganarse el apoyo del papa Benedicto XIII, a quien prometió la obediencia de toda la Península. El propio Vicente Ferrer, confesor del papa Luna y predicador de poderosa influencia, pensó en Fernando como el hombre providencial, que podía conjurar el peligro de guerra civil que vivía la Corona, e incluso ayudar a resolver el Cisma que devoraba la Iglesia.

En 1411, el temor a una guerra civil estaba justificado, puesto que los poderosos de los reinos se hallaban divididos en urgelistas y trastamaristas, al punto que formaban Parlamentos de signo opuesto en Aragón (en Alcañiz los trastamaristas y en Mequinenza los urgelistas) y en Valencia (en Traiguera los trastamaristas y en Vinaroz los urgelistas), donde llegaron a combatirse con las armas, y si en Cataluña se mantuvo la unidad de un solo Parlamento (en Tortosa), las divisiones internas lo hicieron, de hecho, irresoluto.

La fuerza decisiva pasó entonces a Aragón, donde la excomunión, lanzada por Benedicto XIII contra los integrantes del Parlamento de Mequinenza, legitimó al Parlamento opuesto, el de Alcañíz, que recibió del pontífice el encargo de trabajar para buscar una solución al conflicto sucesorio sobre la base de encomendar la elección del nuevo rey a un grupo de nueve compromisarios, tres de cada reino, que, reunidos en Caspe, examinaran los derechos de los candidatos y eligieran un soberano por mayoría de votos. Mientras los parlamentarios catalanes aceptaban la propuesta (concordia de Alcañiz, 1412), tropas aragonesas y castellanas ayudaban a los trastamaristas de Valencia a derrotar a sus adversarios.

A partir de este momento la situación ya era muy claramente favorable a Fernando de Antequera, aunque quedaba la cuestión de la lista de compromisarios. Los de Alcañiz encargaron al gobernador y al justicia mayor de Aragón la confección de una lista de nueve compromisarios (tres de cada reino), mientras que los parlamentarios catalanes de Tortosa, que tendrían que haber hecho lo mismo, demasiado divididos, fueron incapaces de elaborar una lista única alternativa. Finalmente se impuso, casi íntegramente, la lista aragonesa, con lo que Fernando de Antequera se convirtió en el único candidato con posibilidades reales de ser elegido.

Los nueve compromisarios, reunidos en Caspe, examinaron las pretensiones de siete candidatos (Jaime de Urgel, Luis de Calabria, Fernando de Aragón -el nieto no legitimado del rey Martín-, Alfonso de Gandía, su hijo Alfonso, y Juan de Prades, hermano de Alfonso de Gandía) y eligieron rey de la Corona de Aragón, como cabía esperar, a Fernando de Antequera (1412), aunque la elección no fue unánime: los compromisarios aragoneses (Domingo Ram, Francisco de Aranda y Berenguer de Bardaixí) dieron sus tres votos a Fernando; los valencianos le dieron dos votos (de los hermanos Vicente y Bonifacio Ferrer), y los catalanes uno (el de Bernat de Gualbes). Jaime de Urgel recibió el voto de Guillem de Vallseca (compromisario catalán) y compartió con Alfonso de Gandía el voto de Pere de Sagarriga (también compromisario catalán). El compromisario valenciano Pere Bertrán se abstuvo.

Desde el presente historiográfico se han vertido juicios contradictorios sobre esta forma atípica de resolver un problema sucesorio. Las posiciones más enconadas son las de la historiografía más acríticamente nacionalista que, anclada en el presente, piensa Caspe o bien como un glorioso eslabón de la construcción de la unidad española o bien como un penoso obstáculo en el desarrollo de una Cataluña soberana e independiente. Los primeros (historiografía españolista) hablan de Caspe como un ejemplo exportable de democracia "avant la lettre" y de sentido de la justicia, cuando es razonable suponer que el problema que se debatió en Caspe, aunque tenía forma jurídica (los derechos de cada candidato), implicaba una opción política que debió ser la determinante. Algo semejante se podría decir de la historiografía catalanista, que utiliza parecidos argumentos cuando se lamenta de la injusticia de Caspe y de los argumentos de fuerza (armas y dinero) del Trastámara. ¿Realmente, cabría esperar lo contrario? Intentando pensar desde el pasado, se podrían tomar los argumentos de dos compromisarios catalanes, el arzobispo de Tarragona, Pere Sagarriga, y el jurista Guillem de Vallseca, que coincidieron en distinguir entre la justicia y la utilidad: aunque no dieron sus votos a Fernando, consideraron al unísono que era el candidato más útil para la misión de gobierno que tenía que desempeñar. Dada la casi inextricable complejidad de derechos dinásticos de los candidatos, que imposibilitaba llegar a un veredicto unánime sobre un candidato con mayor derecho, es lógico suponer que el argumento de la utilidad debió prevalecer, es decir, que se votó más políticamente que jurídicamente, y en este terreno la fuerza la tenía el de Antequera, y en aquel entonces Aragón. Cataluña, afectada duramente por la crisis y dividida, se había mostrado en el interregno más bien inhibida e irresoluta.